25.10.02

Urnas

Votar a un partido es como comprar acciones de Telefónica, por poner un caso. Si la cosa va bien, tras el voto invitan a una copa en la fiesta de celebración, lo mismo que los otros quizá regalen un aparato inalámbrico para poder hablar desde el cuarto de baño. Y ahí se acaba todo. La semana siguiente el partido se declara moderadamente cantonalista, la empresa adquiere setecientos puestos rodantes para vender perritos calientes, y no pasa nada. En lugar del inalámbrico tenemos un bote de ketchup, y nos acostumbramos a la transfiguración de posesiones sin el menor aspaviento. Faltaría más.

Por eso la mayoría prefiere un abono de tribuna cubierta en lugar del teléfono para el baño. Porque aunque al día siguiente nos levantemos en una república independiente legitimada con nuestros votos, siempre se sabe en qué portería mete gol el Madrid. Somos gente sencilla que necesita reglas sencillas. Y ahí está el fútbol: once contra once y una clasificación indiscutible todos los domingos por la noche. Los socios pueden estar convencidos de que la semana siguiente los suyos también van a tirar a la portería contraria. En cambio, los cantonalistas pueden volverse de repente federalistas asimétricos y prohibir la venta ambulante, por ejemplo, y eso provocaría otro desplome de las acciones. Donde había cien, quedan cinco, y sigue sin pasar nada. Por eso el inversor pequeño, o el votante cualquiera, empieza a colocar sus ahorros de ilusión en dos butaquitas de palco, a ver si le sale el chico también del Madrid. Los domingos se comen juntos un bocata de jamón -que es lo que hay que comer-, y le revientan a gritos la cabeza al lateral que no corre. Hasta que corre y le pega dos patadas al delantero, que ya era hora.

Sin embargo, pruebe usted a gritarle al alcalde o al consejero delegado, a ver qué pasa. Si no se permite la venta ambulante, no se permite: use las cafeterías de toda la vida, que para eso están. Al final del año, el bote de ketchup será un cajón de lencería y quizá necesite pasaporte para ir a comer los domingos a casa de su madre. Pero el Madrid siempre es campeón de Europa. O de liga, vaya.

18.10.02

Servilleta

No sé si recomendar a quien escribe que conserve los borradores. Casi siempre esos folios suenan como grabaciones de la propia voz: producen el mismo extrañamiento. Un sobresalto muy parecido al que provoca estrechar una mano de goma, que parece una mano, pero no lo es. Uno se oye a sí mismo, y es como si en el altavoz hablara un primo lejano. Escucharse a uno mismo es como coincidir en una boda con todos los familiares emigrados. Se sabe que son de la familia, y los abrazamos como si coincidiéramos con ellos todas las tardes. Pero no podemos explicar por qué lo hacemos, pues no hemos visto a esa gente en la vida.

Es lo que sucede al cabo de un tiempo con las cuartillas en las que anotamos frases o versos o títulos o cartas no enviadas. Cuando ya han dejado de servir, terminan en una caja de zapatos entre dos fotos de Roma. Y la caja de zapatos, debajo de una bolsa de viaje rajada, que quizá contiene también una grabadora. Pero un día necesitamos mudarnos y de camino a la nueva vida se nos echa encima aquella otra vida ya vivida, que, por no tirarla, hemos conservado entre dos fotos dentro de una caja de zapatos. Aquellos versos los ha escrito otro -no hay duda-, pero los reconocemos, aunque no nos reconozcamos en ellos. Del mismo modo que yo reconozco las manos de mi padre, pero tengo las mías propias. Quizá por ese sobresalto del extrañamiento de sí mismo, Kafka, que no se entendió con su padre, planeó varias veces quemar todos sus papeles. Porque lo que escribimos suena al leerlo como nuestra voz grabada, que no es nuestra voz, por mucho que lo garantice la ciencia y se empeñe todo el mundo. Es una voz de goma, una baratija de carnaval.

Entre esa voz comprada en el quiosco y la que escuchamos en nuestra cabeza hay una zanja profunda. Algunos emplean la vida en estrecharla para que, superpuestas, ambas coincidan un día. Se supone que entonces se leerán a sí mismos sin dificultad en cada palabra que han escrito. Pero resulta mucho más sencillo reconocerse en una fotografía tomada hace diez años que en un verso escrito en la servilleta hace diez minutos.

11.10.02

Visión

El invento este del ataque preventivo lleva aparcado en el garaje de mi casa más de dos años. Pero no se nos había ocurrido llamarlo así. Hasta ahora sólo teníamos un todoterreno con las ruedas rajadas, y estábamos convencidos de que había sido por despecho. Afortunadamente, la política internacional y los telediarios nos han explicado el destrozo del sótano, aunque de una manera que nunca hubiéramos imaginado, y además de la tranquilidad de comprender nos da tema para ir subiendo pisos acompañado en el ascensor.

Estos dos años lo que teníamos ocupando esa plaza junto a la entrada era el coche que se había quedado una vecina después de divorciarse. Por lo visto, una noche él entró con una navaja y dejó apoyado sobre las llantas el todoterreno que había elegido unos meses antes. Lo más probable es que aún conservara la llave de cuando estaba casado. Aunque esto es lo que sabíamos hasta hace unos meses. Ahora los vecinos se cuentan en el ascensor que él lo que pretendía era cortarle la salida a su ex esposa, para evitar males mayores por el desbocamiento de ella. Consecuencias impredecibles. Estos días llega uno sin llaves al portal, y la vecina del séptimo -mientras escarba en el bolso para poder abrir- le explica que ella, después del divorcio, había comenzado a reunir en el cuarto de baño un sofisticado arsenal de perfumes caros. Hasta se había teñido el pelo. Así que ante estos indicios contundentes el ex marido se vio obligado a llevar a cabo un ataque preventivo, lo que hasta ahora había sido para nosotros entrar por la noche a dejar claro que no lo lleva nada bien.

A mí me parece que a esta mujer le ha faltado visión de Estado, o como se le quiera llamar. Porque anda que no tendría indicios de que él se iba a cargar el coche. Se veía venir. Con un buen ataque preventivo a la cubertería del pisito de soltero, se habría evitado. Pero por esta falta de visión, seguro que ahora el todoterreno ya no sirve para nada. Aunque quizá no le faltó visión de ningún tipo, sino un poco más de fuerza para reventar la cerradura del apartamento.

4.10.02

Ciencia

Muy fácil. Para el experimento, sólo debe uno esperar a que le haya desaparecido el efecto de las vacaciones. Eso, que sucede más o menos a estas alturas del añoo, no significa haberlas olvidado. No confundamos. Yo recuerdo las mías perfectamente, pero ahora ya no puedo demostrarme que hayan sucedido hace un mes. Podrían haber sido hace nueve años. O podría haberlas inventado para tenerlas dentro de otros nueve. Y no me dara cuenta. Nadie podría.

Entonces toma uno un elemento sencillo de ese recuerdo para recuperarlo. Yo elijo una caña bien fría. Una caña bien fría, y yo que me dejo caer sobre el respaldo. Me dejo caer sobre el respaldo y veo el mar, vale de cualquier color, porque nos lo encontramos de varios colores estas vacaciones. Elijo un elemento sencillo. Recuerdo hasta la ropa y los zapatos que calzaba. Me siento incluso frente al mismo mar que miramos juntos hace un mes. Unos kilómetros al norte, pero es el mismo mar. Recuerdo -o he inventado- unas vacaciones que no dan mucha guerra. Lo recomiendo así. Está tirado venir solo a esta terraza del Orzán a beber cañas. Por las tardes, en lugar de volver a casa puedo sentarme otra vez en Costa da Caparica y mirar cómo se hace de noche sobre el Atlántico. Y que no me importe. Vacaciones a media jornada, vamos. Y sí, me siento aquí en el Orzán, y está bonito el Atlántico, muy bonito, y también la tarde, y hará buen día mañana. Y sí, la cerveza, bien, sobre todo el primer trago, que es el único que merece la pena. Como para beber siempre sólo el primero. Y sí, todo bien y tal, pero, hombre, que este mar, así, bien mirado, tener, tener, no tiene el color. Aunque servían muchos. A ver si no va a ser. Que me gusta la caña, y la silla y la tarde y el sol. Y la cosa esta de las vacaciones de media jornada. Pero no.

A ver si lo inventé todo, como sospechaba. Porque tengo los zapatos y los vaqueros y la camiseta. Tengo hasta la postura. Tengo el mar, aunque no lo parezca. Pero no es la culpa del mar. Un amigo me explicó que cuando se mira al mar no se ve el mar. Mira uno al mar y lo que ve es el cielo, y va a ser este cielo de hoy que no termina de encontrar el punto. Así no hay quien complete un experimento.