29.11.02

Bañera

Dos hermanos comparten la propiedad de un diminuto pez naranja y una tarde deciden echarlo a nadar en la bañera, llena hasta el borde. Hacen esto -no hay duda- una tarde de fin de semana que los padres han ido a pasar al campo. Los padres -por supuesto- nunca les habrían permitido llenar la bañera para que el pez naranja hiciera ejercicio. Y menos hasta el borde. Quizá precisamente por eso lo hacen y se pasan un poco y rebosa el agua sobre los azulejos del baño. Nada grave.

Para que no caiga también el pez sobre los azulejos, deciden quitar algo de agua. Uno de ellos -imposible saber cuál, porque son gemelos-, uno de ellos mete el brazo hasta el codo en la bañera y quita el tapón. Mientras tantea el fondo para colocarlo de nuevo en su sitio, se presentan los padres en casa, por sorpresa, y los llaman a voces desde la cocina. Uno de los hermanos se adelanta y deja al otro con el tapón para que no se les vaya el pez por el desagüe. Pero está nervioso y hace lo que puede con el tapón, que queda bailando cerca del fondo. Luego corre a secarse el brazo con el albornoz de su padre, algo que está también bastante prohibido, aunque no tanto como llenar la bañera. Entonces el agua asoma por debajo de la puerta del baño y la madre se da cuenta inmediatamente. Al verle la cara, los hermanos empizan a echarse la culpa uno a otro, porque saben que están cerca los Reyes y pueden quedarse sin regalos. Pero la madre no cree a ninguno y también grita, y amenaza y riñe. A pesar de esto, los hermanos siguen rebotándose la culpa uno a otro. La culpa de la idea, la culpa de abrir el grifo, la culpa de la idea de no cerrarlo, la culpa de no limpiar. A la madre todo eso le trae sin cuidado y lo que le preocupa es que el agua deje manchas en el parqué. Por eso los deja allí repartiéndose culpas y vuelve enseguida con la fregona.

Empieza a recoger lo que ha llegado al pasillo, sobre la madera, mientras sigue riñendo a los niños -que todavía discuten-, y promete que los Reyes lo ven todo y que seguramente no van a pasar por casa ese año. Y ellos se quejan y le echan la culpa al otro, sin pensar siquiera en el pez naranja que se les fue por el desagüe.

22.11.02

Pizza

Imagine que tiene secuestrados cuatro niños en una escuela. Al principio eran más, unos veinte, pero la policía le ha ayudado a entender que en estas cosas sí que da igual ocho que ochenta. Lo importante es tener rehenes, no cuántos. Y usted está de acuerdo, porque además así los controlará más fácilmente. Por eso ahora tiene cuatro niños secuestrados. Cuatro niños y un montón de hambre, que ya han pasado unas horas desde que entró en la escuela con una navaja larguísima. Incluso los niños tienen hambre. Los cuatro niños.

Como ya hay confianza, la policía se ofrece a mandarle unas pizzas. Pagan ellos, claro. Para que también coman los niños. Y en este momento es cuando se la juega. Tómese su tiempo. Pueden pasar dos cosas. Si no ha visto una película en su vida, aceptará, y el pizzero, que en realidad no es un pizzero, le trinca. Como debe ser. Fin de la historia. Pero también puede ser que haya visto todas las películas de secuestros. ¿De dónde ha sacado si no la idea de meterse en un colegio con una navaja enorme y pretender cambiar niños por euros? Si éste es el caso, si se las sabe todas, también aceptará las pizzas. Porque a estas alturas, ¿quién va a intentar el truquito del poli disfrazado de pizzero, verdad? Pues también le trincan, y se queda usted sin rescate ni dignidad. Como debe ser. Porque precisamente a estas alturas es cuando más efectivo resulta ponerle a un poli la gorra de pizzero. Aunque usted no lo crea, que es lo que le han enseñado que se debe hacer con las ficciones. "Niño, deja de lloriquear, ¿no ves que lo han matado de mentira y es todo salsa de tomate? Enseguida se levanta, ya vas a ver". Lo tiene aprendido.

Esto funciona mientras se mantenga usted al margen de las ficciones, que es como se suele vivir. Hasta que decide meterse en una de ellas con esa navaja. En las ficciones, los policías se calan gorras de pizzero y atrapan a los malos. Imagine de nuevo que tiene cuatro niños secuestrados en una escuela y piense: "No te fíes de la poli, que ya en otra película mandaron a uno con unos perritos, y trincaron al malo". Pero una vez dentro no podrá pensar esto. Ya no.

15.11.02

Lápices

En el telediario de anoche entraban unos por la alfombra roja a los premios MTV y en otro lugar Michael Jackson subía un par de escalones a un juicio por 21 millones de dólares. Todos saludaban a las cámaras de los lados y a los niños chillones. Donde los premios, incluso saludaron un par de futbolistas del Barça, aunque no tan vestidos como los músicos. Éstos sí que iban disfrazados cada uno de su propia extravagancia. Como Michael Jackson en los escalones, que llevaba su extravagancia cubriéndole la boca.

Esa mascarilla le distingue del resto, que seguimos como bobos respirando el aire tal como viene, y seguramente por eso nunca hemos recogido un premio de la MTV. Pero ayer el juez le hizo quitarse la mascarilla para poder entender bien lo que decía, y se le vio una barbita sucia de un par de días y también se vio que había perdido la punta de la nariz. Desde hace años hemos seguido cómo le han ido afilando el rostro tajo a tajo, como si fuera un lápiz de carpintero. Del mismo modo que los niños cuidadosos sacan punta a sus lápices para que pinten mejor. Él ha querido arreglarse esa cara que veía roma. Pero incluso los niños aprenden muy temprano que si los afilan demasiado lo que hacen es estropearlos. Destrozan la punta. Michael Jackson, cuando ya no tenía nada que pintar, ha seguido afilándose hasta romperse. O dejó de tener que pintar por carecer de los lápices apropiados. El caso es que siempre se pensó en esa máscara como en una extravagancia imbécil de un alucinado, que es lo que dicen de él sus ojos. Sin embargo, con esa mascarilla lo que hacía precisamente era cubrir su propia extravagancia. Como los niños ocultan que han roto la punta por exceso de celo, aunque se vea claramente que les queda un lapicero más corto.

En el telediario de anoche dejaron unos segundos tristes en la pantalla la fotografía de la nariz truncada, los ojos perdidos, la barba sucia y medio hecha, a puntitos. Y volvieron a sacar luego a los que entraban en lo de la MTV, cada uno marcado con su propia extravagancia, como para que luego los niños puedan disfrazarse de ellos sin confusión.

8.11.02

Cenefa

Para entender el funcionamiento del olvido, basta con dejar sobre el lavabo un bote de alcohol abierto y sentarse a ver la tele. Lo mejor que puede pasar es que den un partido de fútbol, porque los fueras de juego ayudarán a ir madurando el experimento. Se recomienda atender especialmente a la manga del juez de línea cuando levanta la banderola. A esas siluetas blancas que la rodean. Hasta hace unos meses eran publicidad de Quiero TV, pero a estas alturas ya casi se trata de una cenefa como otra cualquiera.

Mientras maduramos el experimento con los fueras de juego y las tarjetas amarillas, el alcohol va trabajando en el cuarto de baño. Así, cuando llega el descanso ya podemos imaginar el final, porque el bote de alcohol sigue siendo un bote de alcohol, pero menos. Y eso sólo si en ese momento volvemos a colocar el tapón en su sitio. Aunque para entender completamente el olvido, se recomienda dejar el tapón sobre el lavabo y regresar al sofá a ver cómo termina la cosa. Después del partido, el bote de alcohol sigue siendo un bote de alcohol, pero sin alcohol. Podría uno rellenarlo de agua oxigenada y tener inmediatamente un bote de agua oxigenada. Así que realmente lo único que se tiene después del partido es un bote, sin que importe lo que contuviera noventa minutos antes. Del mismo modo que después de repetir cincuenta veces la palabra patata ya no imaginamos una patata, sino una vieja con la boca pastosa. O lo que sea, vamos. A lo olvidado o abandonado, como hemos visto, le sucede lo que al Coyote cuando corre en algunos episodios, que le desaparece el suelo de repente y chof, cae a plomo.

Aunque justo antes quedan unos segundos ridículos en los que revuelve las piernas en el aire como hélices e intenta darse la vuelta para pisar de nuevo la cornisa. Son estos partidos ridículos de liga que se juegan ahora con esos árbitros y jueces de línea patrocinados por un fantasma. De momento, todavía sabemos que el logotipo es de Quiero TV -que ya no emite-, pero dentro de unas jornadas, cuando no quede alcohol, pensaremos que le han puesto unas cenefas horribles al uniforme del que levanta la banderola.

2.11.02

Butacas

Puede que sí. Puede que tengamos nuestro lugar, que seamos de un sitio. La mayor parte del tiempo lo buscamos como quien tantea las paredes intentando dar con su butaca en un cine a oscuras. Sin la ayuda del acomodador. Y sin entrada, porque no se ha descubierto aún dónde está la taquillera. Pero quizá sí exista ese lugar para nosotros. Puede que sí. Aunque no es como lo imaginamos. No tenemos asignada una butaca única para todas las sesiones. Es algo más complicado. Debemos dar con el asiento adecuado dependiendo de la película, o de si, por ejemplo, hemos olvidado las gafas sobre la mesita de noche. Hasta completar nuestro lugar.

Pensé esto ayer por la mañana, en el cementerio del pueblo de mi padre. Ahora creo que ya no podría pasar el día de difuntos en ningún otro lugar. Y lo mismo algunos otros días. Pero no fue siempre así. Hubo una época en la que no me reconocía caminando por aquel pueblo y me negaba a ir allí. Quizá porque pensaba todavía que sólo proyectarían una película y que debía elegir: Oviedo o pueblo. Pero ahora podría atravesarlo en zapatillas sin ningún problema, como si caminara por el salón de casa. Con esa voz de megáfono que tiene el cura de fondo, pensé en que lo mismo debía de sucederle a otros que también estaban allí. Había unas quince personas de pie alrededor del nicho en el que descansan -entre otros- los abuelos con los que no pude hablar. Había tantos, que tuve que quedarme con mis padres a unos cinco metros, sin saber muy bien quiénes eran todos aquéllos. Al final me presentaron -como todos los años- a dos primos nuevos de los que ni siquiera había oído hablar. Pero ahí estaban, escuchando las oraciones al lado del mismo nicho.

Luego comimos cocido y buñuelos -también como todos los años-, y me alegré de haber dado al fin con una de mis butacas. Aunque hubiera tardado. Pero no debe de ser tan fácil tenerlas todas bien localizadas. La mayor parte del tiempo la pasamos golpeándonos la cabeza contra las paredes del cine, o los reposabrazos, o pisándole el pie a toda una fila. Sin saber siquiera cuántas faltan por aparecer.