28.3.03

Sin medio

Por si quedaban dudas, le recuerdo la permanente división en dos bandos. Por si no lo sabía, pertenece usted a uno de ellos, que no tiene por qué ser siempre el mismo. La división es permanente, pero la distribución no se mantiene fija. De hecho, lo más normal es que cada uno de los bandos le acuse de pertenecer al contrario, y que ninguno le admita o le defienda como miembro puro.

Se desconoce la causa del fenómeno, pero su existencia se puede comprobar afirmando cualquier sosería. Diga usted, por ejemplo, que el equipo local debería jugar con cinco delanteros. Inmediatamente oirá a quienes prefieren que lo haga sólo con dos: usted comparte opinión con todos aquellos viejos de bigotito estrecho que leen el diario sentados al sol sin nada que hacer ni que defender. Por eso tiene el atrevimiento de los cinco puntas, porque nada le ha costado ni un poco... y así sucesivamente. Hasta que lleguen al final de la cadena, al corolario de la propuesta esa de los cinco delanteros y le digan que, claro, que cómo puede ser que a estas alturas de partido defienda usted el mismo esquema que el viejo Eutimio, que, como es sabido, apoyó también la pena de muerte en una inflamada carta al director del diario local. Por lo visto, la polémica de las ejecuciones se ha reactivado, y la bobada esa de los cincco delanteros le ha situado, sin duda, en el bando más tétrico. Aunque podría haber sido peor. Se sabe de un alineamiento automático aún más inconsciente.

El alineamiento del desinformado, se podría llamar. Por la mañana, imprimió el diario que un conocido cabecilla entusiasta de las ejecuciones públicas defendió en un café esa formación con cinco puntas. Mientras pone usted tranquilamente mantequilla a su tostada, el camarero le interroga: "Ahí lo tiene, ahora se le ocurre que tenemos que sacar cinco delanteros. ¿Qué le parece?". Pues, hombre, dirá usted, qué me va a parecer, que cada uno sabrá. Tendrá suerte de que no le retiren de inmediato la tostada, e incluso el café. A quién se le ocurre no criticar esa delantera, y por tanto ponerse claramente del lado de un verdugo impresentable. Critique o aguántese en el bando contrario, sin zona neutra.

21.3.03

La soledad es una canción de Bob Dylan en un estadio vacío. Un tren con bar que no se detiene en el andén donde esperamos con la bufanda apretada. Es una luna llena que tiembla sobre un lago. Ese mismo lago, en mitad de la tarde, con un flotador clavado justo en el medio. Es el viento rojo, inflamado, de una tarde larga de verano. Ese sol inmenso que se posa en el hombro del que maneja la barbacoa. La soledad es el traqueteo sordo de aquel tren iluminado en el que dejé un libro con las viñetas del tigre, del niño. La soledad es un tipo que despreció una cerveza, un palacio de hielo sobre el río escondido. Una lata de atún. Una mochila ligera. La soledad es la pipa que oscureció Budapest. Esa foto movida, de aquel chino amable. Un poco a la derecha, que no sale la vela. Ahora a la izquierda. Un poco, solo un poco. Esa foto movida, que es la única foto, atravesada en el corcho con un alfiler naranja. La soledad es el frío, es el frío de aguja, el frío gris, con los agujeros de siempre. La soledad es el café, el diario, los churros, una niebla apretada contra los vidrios de casa. La soledad es la tele y las noticias del jueves, la pasta bien dura y una copa de vino. Una manta muy grande, un abrigo colgado. Una percha vacía. El aliento en invierno, un montón de castañas. Una taza caliente, una estrofa pirata. La soledad es un perrito que acaricia un zapato, un asiento vacío, una luz en el coche. Es, también, a veces, Van Morrison en el piso de arriba, y esas cervezas en la nevera. Un buen precio de sardinas a la brasa. Dos olas más. Una gran nube. Esa roca cortada hacia abajo. Ese humo, ese humo de sardinas asadas. Una tormenta que peina el maizal. Ese trueno. Esa luz. Esa ola cruzada. Ese tren que no para. Esa niebla blandita que se cierra en el rostro. Un poco más a la derecha, ahí, ahí estás bien, a ver, ahí va. Esa foto movida del chino amigo. Esa foto movida, la única foto. El alfiler naranja. El otoño que esperaba dentro de la ventana. El otoño. El mismo otoño. El sol que se cuela dentro de la primera caña. La misma terraza. Un cuaderno, una frase, un verso robado. La soledad es el tipo que se cuelga el trapo en el hueco del codo, el que recoge las sillas, el que apaga la luz. La soledad era esto y todo lo contrario. La soledad, la soledad buena, que era y no es ya; que ahora miro una foto sin hueco, unos hombres pescando, la lluvia por sorpresa, y el pescado más fresco en el bar de la playa.

14.3.03

Maizales

Ahora que ha pasado casi un mes de lo de la vacuna del sida, ya puedo decir que por mucho que se empeñe Forrest Gump la vida no es como una caja de bombones, sino como un maizal a principios de julio. Un maizal bien crecido. Aunque ahora que ha pasado casi un mes de lo de la vacuna, quizá alguno necesite que se lo recuerde: después de cuatro años de investigación, se ha visto que una de las vacunas que estaban desarrollándose no era efectiva. También le recuerdo, por si las moscas, lo que se dijo del fracaso y los cuatro años al garete, porque la inyección sólo funcionaba en un cuatro por ciento de los casos, que es muy poco. Vamos, que se dijo lo que se dice cuando la vida es una caja de bombones.

Si le hacemos caso a Forrest Gump, todos los días abrimos la caja y gira la ruleta para ver si nos ha tocado un chocolate rico o uno de ésos rellenos de licor que dan tanto asco. Comemos lo que toca y al día siguiente vuelta a empezar. Otra vez desde el principio. Pero no: se parece más a un maizal a principios de julio. Seguro que Franklin estaría de acuerdo. Franklin probó unos seis mil experimentos de ésos que no sirven para nada, de los que fracasan. Una vez le preguntaron si no se sentía frustrado, cansado, desanimado después de no conseguir nada con seis mil intentos. No debía de haber bombones por allí, porque contestó casi lo contrario, que estaba animado porque se encontraba ya seis mil pasos más cerca de conseguirlo.

Cada uno de esos pasos es una parada en el interior del maizal. Un día nos arrancamos a cruzarlo, o nos encontramos cruzándolo sin haberlo previsto. Intentamos alcanzar el otro lado, la vacuna del sida, el pararrayos, la compañía para un vaso de whisky. Por el camino nos paramos seis mil veces. Sólo se ve, dentro de un maizal, el propio rastro. A veces ni eso, porque las mazorcas se cierran a la espalda. Entonces se puede pensar que se ha fracasado, que se han desperdiciado cuatro años. O se pueden tener los pasos contados y la convicción de que ésos se restaron de los seis mil que nos separan del otro extremo.

7.3.03

Algodón

He llegado a casa silbando ese solo que canta un tipo que debe de ser enano al principio de Moulin Rouge: There was a boy..., érase una vez un chico. Me he dado cuenta de que lo silbaba cuando ya entraba en casa. Y no supe por qué. Ni tampoco dónde me había arrancado a silbar. Ni si lo había hecho muy fuerte y alguien se me había quedado mirando. Ni supe cuántas veces. Generalmente, sólo puedo recordar unos diez segundos de cada canción, pero soy capaz de repetirlos una tarde entera.

Evidentemente no la silbaba porque me sintiera como Ewan McGregor al llegar a París. Ni siquiera ahora que la sigo silbando (there was a boy...) mientras escribo al lado de la ventana siento que me parezca a él. Pero sigo silbando la misma frase, y debo de haberla robado de alguna parte. Porque las canciones, las que uno silba por la calle sin darse cuenta, las que uno silba mientras escribe que las está silbando, estas canciones son como algodón de azúcar: si uno pasa cerca y lo roza, se lleva un trozo pegado. En mi caso una frase, there was a boy... un jirón que le arranqué a alguien sin darme cuenta. Debió de ser en el metro, en algún pasillo. There was a boy... sí lo había, había un chico, pero no eran tan chico. Tenía ya más de la mitad de las canas que se pueden tener antes de pasar directamente a tener el pelo blanco. Era extranjero. Y tosco. Bueno, más bien curtido, gastado, con unas patillas descuidadas y cierta desgana. Y soplaba el saxofón en el último recodo de un pasillo azulejado. There was a boy... en el saxofón, con el estuche abierto a los pies. Sólo there was a boy... que dura lo que tardé en doblar la esquina. Sólo rocé su algodón de azúcar durante ese instante, y me lo llevé pegado en un silbido.

También porque justo detrás de mí llegó un guardia de seguridad y empezaron a hablar riendo. El saxofonista señalando con el brazo hacia el final del pasillo. No le importó dejar la frase a medias -mientras pasábamos corriendo- para entretenerse con el guardia. Pero se me pegó el algodón a la manga y sigo junto a la ventana silbando, silbando sólo there was a boy... porque no sé más.

2.3.03

la mudanza pudo conmigo