27.6.03

Jardín

Aunque no lo crean, una de las primeras cosas que me dijeron en la universidad fue acerca de lo poco que uno puede llegar a saber, por mucho que se esfuerce. Me la explicó, en su despacho, el profesor más viejo que tuve, el que más había viajado y el que había tenido alumnos de más países. Me dijo que un estudioso -el más estudioso- a lo máximo que podía aspirar en su vida era, por ejemplo, a saber muchísimo sobre historia china, por ejemplo. Pero no sobre toda la historia china, sino acerca de un breve periodo, tal vez cinco o seis años.

A mí, que me fiaba de aquel profesor, me pareció que entonces aquello del estudio era, como poco, una dedicación ruinosa. Una colección de cabezazos contra la pared. Sin embargo, a pesar de que me fiaba muchísimo de él, secretamente salí de su despacho convencido de que conseguiría mucho más que cinco años chinos. Más países, más ciudades, más calles. Pero últimamente me he estado fijando en algo muy curioso: a medida que la gente cumple años, tiende a refugiarse allí donde pasó su infancia, o en el jardín detrás del garaje. Vuelven a lo ya conocido en lugar de continuar la exploración infinita. He visto un hombre que conoce perfectamente todos los senderos antiguos que han quedado enterrados bajo los años y la maleza que rodean su finca. A las visitas, nos va explicando sus descubrimientos progresivos: por cuál se bajaba a la fuente -también sepultada algo más abajo-, por cuál al embarcadero, por cuál sacaban al ganado. Hace cábalas y cuenta sus hipótesis sobre lo que aún puede quedar ahí debajo, sobre lo que hubo antes de que él llegara y para qué servía. Como quien sigue su propio rastro. Y así va pasando las tardes, con esa cartografía minimalista de jardín trasero. También infinita. Tanto como los cinco años chinos.

Aún me queda mucho para alcanzarles la edad, pero supongo que algo de razón tienen. Porque aún es pronto para concedérsela toda. Quizá lo complicado -lo único complicado- sea elegir, entre todas las parcelas que se podrían desbrozar, el jardín exacto en el que conseguir finalmente dar con uno mismo.

14.6.03

Cumpleaños feliz...

13.6.03

Sobre la fuga

Lo más peligroso de un callejón sin salida es que uno se mete en él sin haber tomado ningún desvío. De repente camina por una vía ciega, aunque lo hace convencido de que sigue yendo adonde iba. Porque da los mismos pasos que ha venido dando. Porque los charcos tienen el mismo olor a polvo de verano. En un callejón sin salida no se entra. No se gira un picaporte y se cruza el umbral. El callejón sin salida aparece.

Por eso admiro a quien consigue reconocerlo cuando camina dentro de uno. Porque las baldosas de la calle ciega son las baldosas de la calle buena; el cielo es también el mismo cielo. Incluso las paredes que la contienen son las mismas paredes. Y el tope ciego se encuentra lo suficientemente cerca como para no verlo. Por eso admiro a quien consigue reconocerlo. Aunque admiro aún más a quien después de hacerlo se da la vuelta y deshace el camino. Todo el camino. Todos los pasos. Y se puede pensar -se piensa, de hecho- que cualquiera se daría la vuelta tranquilamente al verse atrapado. Quizá sí. Pero la mayoría no somos cualquiera, aunque a veces queramos. Somos los que conducimos un poco más deprisa cuando sabemos que nos acabamos de saltar el desvío mientras mirábamos una gota de agua resbalar por el espejo. O por seguir pensando, y rehaciendo, una frase redonda que no vamos a utilizar. O porque el humo no consigue despegarse de una chimenea de ladrillo. No necesitamos ver el desvío para saber, levemente, que lo hemos desperdiciado. Y pisamos el acelerador en sentido contrario.

No es fácil dar la vuelta, porque en realidad el callejón sin salida no existe. Uno sigue en el mismo lugar por el que comenzó a caminar, y ese lugar no era un callejón sin salida. Dar la vuelta es regresar, hacer dos caminos y terminar como quien no ha hecho ninguno. Uno ha gastado todo ese combustible y ni siquiera puede estar seguro de no encontrarse más tarde encajado en otra vía muerta. Pero conocí el otro día un tipo que escapó de una hace años. Deberían haberle oído contar esa victoria sobre sí mismo -sobre la gota del espejo y la frase redonda- para saber que entonces eso ya no da ningún miedo.

8.6.03

Ciudades

He estado en algunos sitios, pero de los sitios donde he estado luego sólo me quedan pedazos minúsculos. Jirones rotos. Muchos de ellos son incluso inventados, lo sé. De Amsterdam, por ejemplo, recuerdo un sótano con un ventanuco desde el que se veía a la gente pisar los primeros charcos del otoño. Y también recuerdo el mechón naranaja de una chica que viajó en el mismo tranvía que yo. Pero de esto sólo me acuerdo porque volví a encontrar a la chica -o ella a mí- horas más tarde, bajándose de nuevo de un tranvía en el que me quedé. Recuerdo un bar al final de unas escaleras en una calle de Budapest a la que no he sido capaz de regresar. Y recuerdo dos cervezas, y recuerdo la luz. Recuerdo perfectamente la luz, aunque no sepa decir el recuerdo. Una mesa junto a una venta al final de un corredor elevado en una biblioteca de Nueva York. La noche cayéndose como borrosa sobre el parque en Berlín. De Viena recuerdo una siesta en el césped, una taza blanca y un periódico dos días viejo que leí hasta el final. De Howard Lake, el vapor del baño posado sobre el espejo y una colonia de antes. Un árbol escuálido que aguantaba los empujones del inverno tras un ventana en Pamplona. Y una tarde con nieve dentro de casa. De Roma recuerdo los sacos con cacahuetes de un bar donde comí solo, justo como quería. Y un café y un cruasán, esa misma mañana. Y el cuaderno verde que llevé en la mochila.

Tengo otros muchos recuerdos tontos que se parecen a éstos, y que no le sirven a nadie aunque planee pasar por los mismos lugares. Tampoco sé de que me sirven a mí, pues podría haberlos inventado todos en mi escritorio de casa, aunque conservo el cuaderno verde, que podría ser falso. Podría haber inventado el pedazo de niebla que flotaba sobre las vías de una estación fantasma donde me dejó un transbordo. O que vi dos veces el mechón naranja. Cualquier cosa. Sin embargo, sigo queriendo pasar por sitios de éstos que sólo me dejan luego recuerdos tontos, y que me obligan también a veces -como ahora- a dejar estas líneas un día equivocado. Un domingo, por ejemplo.